Andaba a paso sereno por la calle Gamarra cuando un soplo infrecuente sacudió mis cejas. En la primera intersección, una minúscula montaña de escombros interrumpía la solemne fisonomía de la vereda; restos de un banco energético, dicen los que saben, pues había almacenado la magia de todos los hombres que no jugaban a la escondida.
En los años dorados, fue la esquina portavoz de los desposeídos, espacio de rebeldía y romanticismo, manifiesto callejero y poesía barrial, lugar sin concesiones donde bullían los pensamientos del asfalto.
Frente a tan maravillosa expresión de algarabía, la reacción del intendente no se hizo esperar. Los vecinos aún recuerdan las palabras vociferadas en el acto del 18 de junio:
“El que aquí se detiene deja de lado sus obligaciones ciudadanas. Luis Guillón solo podrá convertirse en la ciudad cabecera del partido con trabajo, horas extras y cabezas gachas. No permitiré que en esta carrera al progreso ustedes terminen fuera del podio.”
Aplausos cerrados de los fanáticos y fin del acto. (Aunque el acto era lo de menos)